El obispo Canossa, que vivió en Italia en el siglo XVIII, tenía una magnífica colección de piezas de plata finamente cinceladas, que constituía su orgullo. Las había hecho hacer especialmente por los más afamados orfebres y también las había reunido buscándolas en tiendas de antigüedades. Canossa apreciaba lo bello y también la paciencia y laboriosidad de los artesanos. Entre las piezas más valiosas figuraba una jarra, cuya asa era un tigre. Un amigo suyo se la pidió prestada argumentando que quería que le hiciesen otra igual, y aseguró que la devolvería pronto.
Como pasaron tres meses antes de que la jarra le fuera devuelta, Canossa mandó a buscarla, y el caballero la entregó. Transcurrió un tiempo, y el mismo amigo volvió a pedirle al obispo un salero, pieza única de la colección que tenía la curiosa forma de un cangrejo. Pero Canossa, sonriendo, le dijo al emisario:
-Dile a tu amo que lamento no poder prestarle el salero, pues si el tigre, siendo tan ágil, tardó tres meses en regresar, el cangrejo, ¿cuándo volverá?
La vid de Sodoma
"Ojepse ed arutircse"
lunes, 5 de octubre de 2015
domingo, 4 de octubre de 2015
Los defectos
En la antigua Persia vivía un sabio muy respetado por sus discípulos, quienes un día, mientras se hallaban paseando, le preguntaron:
-Maestro, ¿cómo podemos combatir nuestros propios defectos?
El sabio los llevó hacia un lugar plantado de árboles y, una vez allí, ordenó a cada uno de los jóvenes que arrancara un arbolito de escasa altura. El discípulo lo arrancó sin dificultad con una sola mano. El sabio le indicó en seguida otro árbol más grande, el que fue desarraigado por el joven con más esfuerzo. A continuación trató de sacar un árbol más robusto, pero sólo pudo hacerlo con la ayuda de otro compañero. Por último, el maestro indicó un árbol corpulento, al que no consiguió mover de su lugar el esfuerzo de todos los jóvenes juntos.
-No podemos -dijeron, desalentados-. La tarea resulta superior a nuestras fuerzas. Es imposible arrancarlo.
-Eso es lo que ocurre con nuestros defectos -dijo el sabio-. Al principio, cuando no están bien arraigados, es fácil quitarlos, pero cuando dejamos que echen ondas raíces, entonces sí resulta imposible arrancarlos de nuestro corazón.
-Maestro, ¿cómo podemos combatir nuestros propios defectos?
El sabio los llevó hacia un lugar plantado de árboles y, una vez allí, ordenó a cada uno de los jóvenes que arrancara un arbolito de escasa altura. El discípulo lo arrancó sin dificultad con una sola mano. El sabio le indicó en seguida otro árbol más grande, el que fue desarraigado por el joven con más esfuerzo. A continuación trató de sacar un árbol más robusto, pero sólo pudo hacerlo con la ayuda de otro compañero. Por último, el maestro indicó un árbol corpulento, al que no consiguió mover de su lugar el esfuerzo de todos los jóvenes juntos.
-No podemos -dijeron, desalentados-. La tarea resulta superior a nuestras fuerzas. Es imposible arrancarlo.
-Eso es lo que ocurre con nuestros defectos -dijo el sabio-. Al principio, cuando no están bien arraigados, es fácil quitarlos, pero cuando dejamos que echen ondas raíces, entonces sí resulta imposible arrancarlos de nuestro corazón.
viernes, 2 de octubre de 2015
Una ecuación para el éxito
Sin duda, Albert Einstein fue uno de los más grandes hombres de la humanidad. Nacido en Alemania, de origen judío, y nacionalizado norteamericano, se distinguió, aparte de su gran inteligencia, por su pacifismo y su extrema bondad.No sólo es autor de la teoría de la relatividad, sino que puede calificársele como el padre de la Física moderna.
Un inoportuno le preguntó cuál era, a su criterio, el secreto del éxito. Estaba seguro, decía, que el sabio descubridor de tantos secretos de la naturaleza podía condensar en una fórmula su respuesta.
Einstein, comprendiendo la urgencia de despachar al preguntón sin mayores discusiones, escribió esta fórmula en un pedazo de papel:
E = X + Y + Z
-¡Magnífico! -exclamó el impertinente- ¿Y esta fórmula?
-Muy sencilla -explicó Einstein-. E es el éxito; X, el trabajo; Y, la suerte.
-¿Y la Z?
-Z es el silencio.
Un inoportuno le preguntó cuál era, a su criterio, el secreto del éxito. Estaba seguro, decía, que el sabio descubridor de tantos secretos de la naturaleza podía condensar en una fórmula su respuesta.
Einstein, comprendiendo la urgencia de despachar al preguntón sin mayores discusiones, escribió esta fórmula en un pedazo de papel:
E = X + Y + Z
-¡Magnífico! -exclamó el impertinente- ¿Y esta fórmula?
-Muy sencilla -explicó Einstein-. E es el éxito; X, el trabajo; Y, la suerte.
-¿Y la Z?
-Z es el silencio.
Albert Einstein |
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